12 enero, 2010

Caidas

Hoy me he acordado de una tarde extraña que pasé una vez con mi mejor amiga. Creo que pocas personas pueden decir que se pasaron una tarde de risas en urgencias.
Mi amiga, intrépida y un poco temeraria se cayó de la bici y se dio tal golpe en la cabeza que la tuve que llevar a urgencias. El cachondeo empezó en el mismo lugar del accidente cuando ella quería ayudarme a meter la bici en el coche y le dio por reír. El camino del hospital riéndonos por la caída tonta que había tenido y por el pedazo chichón que le había salido en medio de la frente. Parecía un unicornio la verdad.
En la sala de espera de urgencias a ella le dio un poco más de risa tonta y empezó a bromear con que quería de medico a George Clooney porque total ella es menudita cual niña de pediatría. Las carcajadas discretas fueron seguidas de la risa escandalosa de mi amiga y de las miradas de censura del resto de la gente que estaba en la sala.
Pero era girarse para llamarle la atención por su comportamiento y todos sin excepción se echaban a reír con ella al ver que con tremendo golpe en la cabeza aún mantenía el buen humor. Hasta una señora mayor la felicitó por su optimismo en un momento de malestar físico.
Y el momento cumbre llego cuando el médico y la enfermera que la atendieron se miraron descojonados cuando les contó la manera en la que se había caído de la bici... a sus 26 años. Fue un día extrañamente divertido.
Hoy me ha venido esta historia a la cabeza porque a la que ha tocado caerse y reírse ha sido a mi. Me he caído de una manera tremenda y me he hecho daño, pero me ha dado por reír.
Siempre he sido un pelín torpe. Vamos, que soy de tropezón constante y caída fácil.
De niña no había verano que no estrenase las rodillas cayendo contra el suelo según llegaban las vacaciones.
Mi abuela siempre decía que es que se notaba que yo vivía en la ciudad, donde todo era plano, y los caminos de piedra del pueblo se me hacían demasiado desnivelados. Su frase con cada caída era: si vivieras aquí todo el año no te caerías.
Yo cada año me repetía en el viaje de 12 horas en tren que me llevaba al pueblo de mis abuelos que bajo ningún concepto me iba a caer al llegar, pero por norma general en aproximadamente unas 24 horas ya estaba untada de mercromina.
Ya vivo en el pueblo y aún así esta tarde he recordado las viejas caídas y me parece que alguna antigua cicatriz va a ser sustituida por una un poco más grande.
Tropezón intentando no pisar al perro, resbalón por el suelo mojado, caída y remate de rodilla. Balance de daños... pantalones para tirar y renovación total de la piel de la rodilla. Como cuando tenía 10 años. Eso sin contar con el dolor, la imposibilidad de doblar la rodilla, el cachondeito del médico y la idea de tener que cojear por lo menos todo el día de mañana.
Al menos me ha dado por reír...



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